Estoy sentado en la silla de madera que siempre utilizó mi padre a la hora de comer, seguramente por este motivo la consideramos la cabecera en la mesa a pesar de que siempre utilizamos mesas redondas. Sentado aquí tengo una mezcla de sensaciones, la pérdida irreparable por una parte y por la otra ese deseo irracional que oculto de día, pero que me trasciende en la noche y que implora que no solo exista esta vida.
¿Cómo olvidar que la muerte nos hizo vulnerables en forma intempestiva?
La salud de mi padre estaba mermada por ese padecimiento que toda su familia tiene, pero su control era aceptable lo que nos permitía pensar que todo iría bien. Los días previos a su deceso luchó contra aquella tos que lo aquejaba. El día veinte del mes, le hablé muy temprano por teléfono para decidir si lo iba a ver, pues el proceso estaba tardando más de lo esperado. Luego de hablar e intercambiar sensaciones, decidimos que nos veríamos días después, no sabíamos que ése era el último momento en el que hablaríamos.
El tiempo de ese día transcurrió y cada cual nos fuimos por nuestro camino; algunas horas después me encontraba en plena actividad laboral, pero sin poder dejar esa sensación de angustia, de algo oscuro, amenazante, como «atorado» y no estaba tranquilo. Momentos después mi hermano me llamó al celular y me dijo: mi papá entró a urgencias, se estaba ahogando, ya le pusieron un tubo para respirar, hermano apúrate..
Me enteré después, que fueron sólo veinte minutos desde que entró al hospital hasta su muerte, dieciocho de los cuales estuvo inconsciente; simplemente de ésta vida se desconectó. El médico me explicó nervioso, no supe qué, pues ya me encontraba con el pensamiento quebrado e instalado en el limbo de la muerte.
Finalmente nos encontramos, él en una camilla siendo llevado a donde esperan los muertos y yo, en el limbo. Tenía sus manos atadas, con una cuerda de plástico blanco; sentí rabia, impotencia y dolor. Sin pensarlo y frente a los médicos, saqué mi navaja y con violencia corté de un tajo la unión involuntaria de sus manos, las cuales ya libres se balancearon inertes ante mis ojos, navajeando totalmente, para siempre mi memoria.
Al ver sus ojos, mis lágrimas humedecieron su frente y ese limbo ahora tenía una imagen, una imagen marchita. Siento que me quedé untado en él.
Pero de verdad, un día regresó.
Los años han permitido que pensemos que su regreso fue motivado por algo que pasó cuando mis hermanos y yo vivíamos la infancia, muchos años antes de su partida.
De esos tiempos diáfanos recuerdo tantas cosas: las tardes de lluvia, las naranjas con chile, los tamales rojos, los tirafichas, las pláticas de la familia, las tardes de fútbol con mis amigos.
Una de esas tardes, cálidas, jugábamos al gol-para. Nuestra portería estaba bien visible con unas piedrotas; estábamos contentos, cuando en forma repentina llegó en su automóvil el vecino, aquel al que apodamos «el zapatero». Vivía en la casa del fondo de la privada, nunca saludaba a nadie, nos veía hacia abajo; escupía cuando pasaba, se percibía mala gente.
Nomás a lo lejos a veces escuchábamos sus risas anchas. Decían que lavaba dinero, yo no entendía qué era eso, quién sabe. De muy mala gana se detuvo cerca de nuestra portería, como para que nos hiciéramos a un lado rapidito. No dijo nada pero, lo entendimos clarito en la forma de vernos. Un instante después, estaba pasando muy junto a mis amigos, a mi hermano y a mí, con ese carro ancho, viejo y con cristales oscuros y cerrados; desmadró nuestra portería.
Mi papá que estaba en el jardín, se acercó a la reja y lo miró, lo esperó a que bajara de su carro y cuando fue conveniente le dijo en forma respetuosa pero seca, que tuviera cuidado con la velocidad pues había niños jugando. Él comentó: profesor, ya está usted grande, no quiera problemas; sin pensarlo mi padre desenredo la cadena del zaguán y con la misma en mano, se le acercó y le dijo: Yo estoy grande pero, cuando quieras te respondo como hombre. Del zapatero sólo se oyeron risas burlonas, alejándose, escupiendo y caminando. Nosotros nos quedamos con miedo.
Pasaron años.
Cuando alguién se va sin regreso, sientes que estás sordo. Escuchas pero, estás sordo; todo pasa pero no se escucha. Los días y noches pasan lento y cuando ya sientes que estás mejor, sabes que estás sordo todavía, todo detenido en silencio, sordo, oscuro y apretado; no hay risa, ni sueño, ni deseo.
Luego de tres meses, fui escuchando nuevamente la vida y viendo como si fuera una procesión, a muchos vecinos que visitaron a mi madre para darle el pésame. Fue un viernes tal vez como a las nueve de la noche que estábamos de visita con mi madre y regábamos las plantas, cuando llegó el zapatero y su esposa; iban rumbo a su casa. Por aquel tiempo ya se hablaban mejor mis padres y ellos, pues el tiempo diluyó los enojos.
Al pasar, buscó el saludo de mi madre que agradeció pensando que era también un pésame; se notaba contento el vecino y el encuentro se dió en forma cordial.
Él dijo: maestra, me da gusto saludarla y ¿cómo ha estado? Cada vez mejor, respondió mi mamá. Bueno maestra -dijo él-, me saluda al profesor pues últimamente no lo había visto pero, fíjese que ayer llegamos ya bien noche y lo vimos parado en esa esquina del guayacán, incluso le comenté a mi esposa que seguramente estaba esperando a su hija; nos saludamos y lo noté como serio, ¿qué será que, anda enfermo?
Mi madre palideció y le expresó en forma determinada y nerviosa que eso no podía ser, porque mi padre había muerto tres meses antes. Hubo un silencio que se gritaba entre los tres. Luego de un silencio corto, comentaron entre ellos diferentes frases que intentaron mostrar la «seguridad en la confusión», respecto a lo que los vecinos habían visto. Seguramente fue un error dijeron, pero las miradas quedaron abiertas, directas, largas y francas entre los tres, como se miran aquellos que saben que es cierto eso que a veces uno ve.
Algunos días después, una mudanza se llevó al zapatero y a su familia, lejos de mi madre y lejos de aquí. Seguramente hubo muchos motivos pero, todos creemos que mi padre regresó ese día para recordarnos la desconfianza en contra del vecino y fue así, que se escuchó nuevamente esa risa ancha escupiendo despacito, yéndose pero ahora, con miedo y para siempre, quizá pasando en las noches por muchas esquinas en donde aparecen las voces de nuestro silencio.